Levanto la cabeza y miro la hora en el
móvil: 06:35. Volver a dormir.
Levanto la cabeza y miro la hora en el
móvil: 10:27. Mucho mejor.
Sospechaba que sería un día como otro
cualquiera, pero no, me negué.
Saludé en twitter, limpié la casa, me
duché y preparé un cuaderno y un bolígrafo. Todo apuntaba a que
hoy no sería un día como otro cualquiera, aunque se pareciera
mucho.
Así que, qué mejor para romper la
rutina que salir a la calle, tomar un poco el aire, beber alguna
cerveza y ver a los críos jugar mientras escribo y contemplo lo
primero que se cruce ante mis ojos.
De repente: gritos. Muchos gritos. Me
asomé a la ventana. Gritos antifascistas por aquí, ACAB por allá;
cervezas por allí y policías por acá.
Qué cojones. Bueno, no importa, mejor,
mucha más gente agolpando las calles al ritmo de sus ideologías.
Supongo que son los gajes de vivir en la zona olvidada de Berlín.
Zona adornada con preciosas fábricas abandonadas y cadáveres en
decadencia a la merced de las prostitutas y la inercia.
Es igual, pensé, no será un día como
otro cualquiera. Incliné como pude la cabeza hacia el camino que
lleva a mi parque y, ¡sorpresa!, estaba cerrado por la policía.
Joder.
Mientras tanto la masa histérica
corriendo de un lado a otro, como el que juega al pilla pilla con una
policía que les ignora completamente. Adrenalina en estado puro. Una
válvula de escape para gente que grita mucho y hace poco. Como
todos, supongo.
Joder, una puta avispa.
Y así fue como cerré la ventana y
dejé a la masa eufórica con su pilla pilla, a los policías con mi
parque y a mí con la inercia.
Sospeché que sería un día como otro
cualquiera, y en efecto.
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