Pero todo esto, por mi parte, ya había terminado. Todo eso no es más que una mentira para escapar de una realidad que ni nosotros mismos queremos afrontar. Salvamos a los demás no por una cuestión altruista o de amistad, sino para llenar nuestras insípidas y vacías vidas. Miramos su reflejo como si pudiese ser nuestro mañana, como si todo lo que nos atormenta, las caras vacías y tétricas, los viajes guiados por la inercia a nuestros puestos de trabajo, las reuniones familiares, los reencuentros con viejos conocidos que nos importan tres cojones, los paseos por el mismo lugar buscando revivir el mismo anhelo; todo eso que hacemos por alguna cuestión moral o de pura gravedad y sentido 'común' que nos han implantado desde pequeños y no nos hace ni una pizca de felices pudiese disiparse con un simple 'todo saldrá bien' o un rotundo 'ánimo, tú puedes, la vida es bella. Lo único que tienes que hacer es salir ahí fuera y disfrutar de los pequeños detalles'. Buscamos en nuestro propio eco la salvación, la tierra prometida, la felicidad en formato cáliz y bebérnosla como si la vida nos fuera en ello, que de hecho, es lo cierto. Y no, eso no sucede. Vomitas y derramas cólera ya que no comprendes por qué maldito azar has sido hecho de una pasta defectuosa que te impide alienarte y ser tan imbécil, o inteligente, como el prójimo, ese que en apariencia carece de cualquier cuestión metafísica o banal que pudiese alejarle de seguir hilando pasos hacia donde sea que vaya que parece hacerle tan feliz, o pleno, o, por lo menos, que le hace seguir sintiéndose vivo. De poder seguir dando pasitos, cortos o largos, izquierda y derecha, constante e impasible, mientras mantiene la sonrisa. Para mí son como gárgolas o seres mitológicos, no existen, están fuera de mi realidad. Pero cerca de mí. Tan cerca como una voz o una respiración, tan de mi lado como si yo fuese la gárgola que vive en algún mundo imaginario o realidad paralela y ellos estuviesen del lado de aquí, del de la vida, aferrándose a lo efímero del asunto y yo tan viviendo en un cuento que había convertido en pesadilla.
Quizá el problema que he tenido siempre es el hecho de querer ser feliz, esa máxima a la que, al margen de una vida cómoda, todos aspiramos, como si fuese algo innato, un designio de un ser de luz que nos ha atravesado antes de llegar a ser y nos ha ajustado las tuercas para querer en nosotros, seres tibios y apagados, la búsqueda del pájaro azul. Era la hora de derruir todo ese credo de intensa felicidad y aspiraciones de la que nos creemos merecedores por el mero hecho de estar caminando y girando en armonía con la tierra. Me niego a ser feliz, me parece algo ruin y detestable. ¿Cómo puedes ser feliz sabiendo que la vida sólo nos sonríe a nosotros por puro azar? El resto del mundo agoniza, sufre, está en llamas, asolado y reventado, es un páramo en el que reina el dinero, y todo lo que no sea dinero o beneficio es puro ganado. Si ellos se mueren de hambre, yo moriré de tristeza. Sólo busco un trato ecuánime: que arda todo. Por desgracia, no tenía suficiente gasolina ni tiempo como para inundar todos los continentes, así que decidí comenzar por mí. Y me incendié. Hice una purga de mi alma en vivo, a lo bonzo, en la plaza pública de mi círculo personal, terminé con, prácticamente, todas mis relaciones personales, fui dejándolas sin aire poco a poco, las farolas y los bares comenzaron a olvidar mi cara, y, poco a poco, yo también olvidé la suya. Estaba en guerra conmigo mismo, y no avistaba la tregua.