sábado, 5 de octubre de 2013

Ella, que sin saberlo, me parte el alma.

Una vez leí que el amor era algo tan repentino y directo como un rayo que te parte en dos; puede fulminarte guiñándote un ojo con su andar despistado o con una media sonrisa a la orilla de la intimidad. Esa primera taquicardia, los recuerdos, el 'qué torpe, por qué no la besé'.
Las sonrisas entre estribillos, pensando que podría haber sido mejor. Pero por lo menos fue real.
Así me sentí después de una mala vida, una mala vida que pesó tanto como cargar con el mundo sobre los hombros.
Todo tornó esperanzador y el destino era mi tablero; ahora mandaba yo, y ella era mi heroína. Aunque no lo supiera.
Pero para qué, eso no importaba, nada importaba cuando nuestras manos se entrelazaban acompasadas por un interminable paseo, ni el tiempo era capaz de dictar sus leyes inquebrantables. Con ella las tardes eran segundos y sus ausencias eran vidas. 
Pero a nadie le importa esperar cuando es feliz.
Ella, que sin saberlo, salvaba mi mundo en cada beso, cuando me rozaba y acariciaba la mano, tumbándose y brillando tanto o más que la luna. 
Ella, que sin saberlo, sobre esa manta verde a la luz de lo inalcanzable, era el faro que dictaba mi destino.
Ella, que sin decírmelo, se marchó para siempre, dejándome a las orillas del tiempo, esperándola cuantas vidas fuesen necesarias. 
Después de todo, no nos diferenciamos tanto; tú esperas nuevo artífice y yo soy soga y títere.