martes, 23 de abril de 2013

Ah, ¿pero que seguís vivos?


Suena la alarma del móvil. Lo apago. Cojo lo primero que pillo y desayuno a los pies del sofácama. Me lavo los dientes, escupo los restos. Me ducho, me seco. Me visto, me vuelvo a secar el pelo. Incrusto los cascos en mi cerebro y pongo la música a todo volumen. Suena Muse con su Plug in baby y activo el modo zombi. Camino hasta el tranvía. La música sigue sonando, ahora estará deleitándome Biffy Clyro y su Many of horror. Del tranvía camino hasta el s-bahn, y del s-bahn camino a otro s-bahn, y, finalmente, camino hasta llegar al trabajo. Me siento delante del ordenador y escribo lo que sea que me pidan. Y así un día, y otro. Y otro. Y al siguiente también.
Hoy llegué a tal punto de aburrimiento, que hasta las manecillas del reloj vivían aventuras más fascinantes que mi vida. Incluso esas manecillas estaban en medio de una escena del viejo oeste. En una cacería cruenta e imparable a la que llamamos matar el tiempo. Tarde o temprano se encontraban. Las manecillas acababan matando todos lo segundos que hicieran falta para poder rozarse. Durante un interminable instante, chocaban. Se miraban fijamente, como si los cadáveres de todos los segundos y minutos que habían matado, todos esos cadáveres que ahora estaban pisando, hubieran merecido la pena sólo por ese efímero instante. Pero no tenían el tiempo necesario para matarse. En menos de un segundo, volvían a alejarse, poco a poco, y así hasta completar otro ciclo. Otra carnicería de segundos, minutos, horas, días, semanas, lo que hiciera falta. Nada detenía a esas manecillas. Harían lo que hiciera falta para volver a verse las caras, para volver a rozarse, aunque eso supusiera toda la eternidad.
O tal vez eran unos amantes desdichados.
¡Qué vida la de las manecillas!
Fuera lo que fuera, me la sudaba.
Así que, ahí seguía yo delante del ordenador, con cara de pasmado, intentando terminar mi trabajo.
Después de dos breves e infinitas batallas de las manecillas, o amores, depende de cómo lo veas, me cansé y salí a tomar el aire y echar un cigarro. El cigarro me supo a poco así que, para completar la mañana, caminé hasta un pequeño puesto de croissants y bebidas. Cuál fue mi sorpresa cuando, de regreso al trabajo, tuve una de esas ideas. Sí, ya sabéis, una de esas ideas. Esas ideas que uno sólo tiene durante tres segundos después de despertar del mejor sueño de su vida o mientras está duchándose bajo el agua más caliente que puede soportar. Esas ideas tan fugaces como brillantes que todos tenemos alguna que otra vez, incluso comiendo un croissant.
Necesitaba un cuaderno en el que apuntarlas al momento.
Así que vosotros, queridos míos, sois mi nuevo y reluciente cuaderno.
Mientras intento escribir un libro (carcajadas de fondo, gente tirándose de rascacielos, objetos cayendo bruscamente al suelo) escribiré esas pequeñas reflexiones o ideas tan magníficas que uno tiene en los momentos más inoportunos y absurdos que se pueda echar en cara. Esas reflexiones que quitan el sueño a los tontos.
Si queréis que divague algún tema en concreto, sólo tenéis que sugerírmelo.

1 comentario:

  1. Esperemos que sean dos amantes mejor que una cruenta persecución del oeste. Genial entrada.

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