Suena la alarma del móvil. Lo apago.
Cojo lo primero que pillo y desayuno a los pies del sofácama. Me
lavo los dientes, escupo los restos. Me ducho, me seco. Me visto, me
vuelvo a secar el pelo. Incrusto los cascos en mi cerebro y pongo la
música a todo volumen. Suena Muse con su Plug in baby y activo el
modo zombi. Camino hasta el tranvía. La música sigue sonando, ahora
estará deleitándome Biffy Clyro y su Many of horror. Del tranvía
camino hasta el s-bahn, y del s-bahn camino a otro s-bahn, y,
finalmente, camino hasta llegar al trabajo. Me siento delante del
ordenador y escribo lo que sea que me pidan. Y así un día, y otro.
Y otro. Y al siguiente también.
Hoy llegué a tal punto de
aburrimiento, que hasta las manecillas del reloj vivían aventuras
más fascinantes que mi vida. Incluso esas manecillas estaban en
medio de una escena del viejo oeste. En una cacería cruenta e
imparable a la que llamamos matar el tiempo. Tarde o temprano se
encontraban. Las manecillas acababan matando todos lo segundos que
hicieran falta para poder rozarse. Durante un interminable instante,
chocaban. Se miraban fijamente, como si los cadáveres de todos los
segundos y minutos que habían matado, todos esos cadáveres que
ahora estaban pisando, hubieran merecido la pena sólo por ese
efímero instante. Pero no tenían el tiempo necesario para matarse. En menos de un segundo, volvían a alejarse, poco a poco, y así
hasta completar otro ciclo. Otra carnicería de segundos, minutos,
horas, días, semanas, lo que hiciera falta. Nada detenía a esas
manecillas. Harían lo que hiciera falta para volver a verse las
caras, para volver a rozarse, aunque eso supusiera toda la eternidad.
O tal vez eran unos amantes
desdichados.
¡Qué vida la de las manecillas!
Fuera lo que fuera, me la sudaba.
Así que, ahí seguía yo delante del
ordenador, con cara de pasmado, intentando terminar mi trabajo.
Después de dos breves e infinitas
batallas de las manecillas, o amores, depende de cómo lo veas, me
cansé y salí a tomar el aire y echar un cigarro. El cigarro me supo
a poco así que, para completar la mañana, caminé hasta un pequeño
puesto de croissants y bebidas. Cuál fue mi sorpresa cuando, de
regreso al trabajo, tuve una de esas ideas. Sí, ya sabéis, una de
esas ideas. Esas ideas que uno sólo tiene durante tres segundos
después de despertar del mejor sueño de su vida o mientras está
duchándose bajo el agua más caliente que puede soportar. Esas ideas
tan fugaces como brillantes que todos tenemos alguna que otra vez,
incluso comiendo un croissant.
Necesitaba un cuaderno en el que
apuntarlas al momento.
Así que vosotros, queridos míos, sois
mi nuevo y reluciente cuaderno.
Mientras intento escribir un libro
(carcajadas de fondo, gente tirándose de rascacielos, objetos
cayendo bruscamente al suelo) escribiré esas pequeñas reflexiones o
ideas tan magníficas que uno tiene en los momentos más inoportunos
y absurdos que se pueda echar en cara. Esas reflexiones que quitan el
sueño a los tontos.
Si queréis que divague algún tema en
concreto, sólo tenéis que sugerírmelo.
Esperemos que sean dos amantes mejor que una cruenta persecución del oeste. Genial entrada.
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